Paolo Sosa Villagarcia
Publicado en Noticias SER el 27/05/2016
Un (triste) chiste en tres actos.
Primer acto:
¡Que pasen los economistas! -Grita una voz del pasado (¿?) mientras salen de bambalinas las estrellas del momento. Con sus fórmulas y sus pausadas explicaciones, desentrañan sus más profundos deseos para el futuro del Perú (que es –en realidad- el nombre que le han puesto a una tablita de Excel que sus asistentes van llenando y corrigiendo cada cierto tiempo). Uno de ellos, el más dramático, viene contando el mismo chiste desde hace dos décadas, aunque con el mérito innegable de cambiar personajes y situaciones para que no parezca la misma cantaleta. El público empieza a aburrirse… de pronto, entra el relevo con un estruendoso “meeeee” que calienta a la audiencia. Pasemos a otro tema.
Segundo acto:
Un joven científico social quiere convencerse a sí mismo que lo que tiene al frente es momentáneo, es un producto de las circunstancias. Aquí hay algo que infla las cifras, ya se sincerarán –se dice- esto es puro dinero, aquí hay intereses que nos quieren convencer de que las cosas son así… ¡el fujimorismo no puede ser nada más que una mafia, nada más que una banda de ladrones! Sorbe un poco de su café y piensa en volver a su manuscrito: un estudio sobre el empoderamiento de los líderes comunales mediante la difusión del graffiti. Revisa sus apuntes y encuentra algo que no quiere ver, su objeto de estudio no comparte sus ideas, es más: abraza las contrarias. Habrá que ver qué pasará después –intenta convencerse- pronto se darán cuenta que las cosas no son así.
Tercer acto:
La lógica del “mal menor” es una trampa –lee-, un condicionamiento perverso de la democracia. El problema no soy yo, no somos “nosotros”; el problema son las estructuras, las superestructuras. Con ese sermón, todo está consumado –piensa- ya no hay nada más que hacer. Hay que sentarse a “pensar” el país y contemplar indulgentemente cómo se van alineando los astros para determinar el futuro. Con un poco de sorna y un pretencioso uso de palabras, nos paramos de costado y observamos la vida pasar. Al fin y al cabo está bien regio hacerse el cínico y desplegar una fórmula que explica el mundo. Tristemente –se repite- esta suerte de auto-ayuda intelectual descansa en el dominio del intercambio epistolar entre dos filósofos, y no en el conocimiento de los nudos de poder en este país y en las consecuencias de sus relaciones.
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El mal mayor es empoderar, por acción y omisión, a personajes siniestros que solo esperan estas oportunidades para hacerse notorios, para jurarse indispensables. El mal mayor es chillar como papagayo en épocas electorales y esconder la cabeza como un avestruz durante el siguiente lustro esperando que “el curso natural” mejore la historia. El mal mayor es pasar de listo por la vida recitando grandilocuentes evangelios teóricos para justificar la incapacidad propia de tomar una decisión.